Yo era un chaval cuando lo vi en el Velódromo de Horta. A lo primero chuleó, pero cuando cogió la guitarra los riffs comenzaron a dar vueltas a la pista y en mi cabeza. Desde ese día siempre tuve como sueño tocar una canción con él, en unos de esos pubs de negros en Saint Louis, Misuri. Pero con la vida que llevo, cada año se hace más complicado: porque las monedas que gano en el metro dan solo para llevarse algo a la boca. Y con los escasos billetes que cobro, haciendo bolos en pequeños antros, apenas consigo pagar una pocilga.
Recuerdo que era el sábado 18 de marzo y teníamos concierto en un pub de Gràcia. Habíamos estado toda la tarde guitarreando y bebiendo cerveza en la Plaza del Sol. A las ocho comenzaba el show y el repertorio siempre era el mismo: comenzábamos y cerrábamos con la misma canción, por eso los colegas me apodaron: Johnny B. Goode.
La gente bailaba y la peste a sudor se entremezclaba con el vaho a mariguana por encima de las cabezas que abarrotaban la sala. Ya habíamos tocado Back in the U.S.A. y tenía que cantar mi canción favorita para terminar la actuación. Pero entre el nubarrón y botellas de güisquis divisé su rostro en una tele, y le pedí al camarero que me mandara un burbon con uno de los perroflauta del público para creer que cumplía mi sueño.
El almíbar bajó por la garganta y no sé si fue la droga o el alcohol, pero les juro que me cambió la voz y los acordes del solo de Johnny B. Goode eran la imitación perfecta de Chuck Berry. Mientras tocaba, cada tanto abría los ojos y emulaba sus frenéticos movimientos, pero prefería cerrarlos para sentir que el rocanrol desabotonaba la camisa y agrandaba el tatuaje que llevo de su cara en mi pecho.
Al terminar la gente gritaba, aplaudía y rogaban que tocásemos otra. Pero no les hice caso, Johnny B. Goode era la primera y la última. Entonces dejé la guitarra apoyada en el Marshall y crucé por entremedio de las personas porque no podía leer lo que ponía la pantalla. Cuando llegué al mostrador y me enteré que había muerto mi padre, volví al escenario y toqué hasta que lloraron mis dedos.
Maximiliano Rodríguez Vecino